Cuando pienso en porqué me empezó a gustar la cocina, me remito tiempo atrás, cuando aún era una niña. De la mano de mi abuela paterna, ella, la matrona del hogar, el eje central de la familia, era quien reunía a todos alrededor de la mesa, con toda esa alquimia que tenía en sus manos y con la que transformaba todo, principalmente los alimentos con los que nos consentía. Esa era su mejor excusa para reunir a la familia.
Es natural que con el tiempo cada quien haga su vida. Y resulta casi imposible lograr sentarlos a todos en una mesa. No obstante, cuando alguien cocina bien, esa puede ser la razón válida para que no falte nadie en casa. No es fácil darle la espalda. La simple imagen de estar ante ella probando una deliciosa botana, con bebida en mano, hace que todo aquel que le guste ser consentido, se deje llevar.
Por eso hoy sigo sus pasos y cocino con alegría. Disfruto eufóricamente el proceso. Por más que una tostadita embarrada en mermelada sea un plato sencillo y una soda saborizada sea un gesto de atención, en el momento que los fusionas tienen ese poder fascinante de llevarte a esa época en que la abuela nos consentía.
Pero cocinar… cocinar para mí es otro cuento. Es como esa línea transversal que atraviesa cada momento de mi vida. Porque si estoy feliz, impregnar la casa con los olores que emanan de las ollas, expresa de alguna manera lo que mi corazón siente.
Y cuando estoy triste, esas sensaciones de transformar los alimentos en algo más exquisito, me reconforta. Quizá por eso en esos momentos lo hago con más tenacidad. Me siento como un científico en su laboratorio: experimentando sabores, mezclas y texturas en aquel deleite del ensayo y el error. Y cuando encuentro los resultados esperados, me hacen vibrar el corazón, llevándome de nuevo a ocultarme de un mundo complejo a la memoria del regazo de la abuela.
Existen un montón de creencias y mitos alrededor de la cocina: como que solo una persona debe amasar para hacer un pan porque sino no crece (ya comprobé en clase que, sí crece, aunque amasemos varios). Otros creen que el mondongo solo queda delicioso si le agregas carne de cerdo y no. Sin éste también queda bien rico. Pero yo creo en la magia del amor manifestándose en un plato. En como una sopa caliente, te hace sentir mejor cuando tienes gripe. En ese espacio que siempre guardamos para el postre, porque éste alimenta el alma.
Por más que lo pienso, sí me imagino ocupada un tiempo prolongado en una cocina, especialmente, en aquella en la cual tengo la libertad de crear y experimentar. Recordar y re-crear esos sabores que tengo guardados en la memoria. Me remonta a mis raíces, esta tierra llena de sabores, frutas y verduras para todo momento, donde no es fácil elegir en medio de tanta variedad.
Llevo en mi sangre el mar caribe, sus colores y sus olas; También soy Pacífico con sus sombras y aguas cálidas, fuente maravillosa de pescados y mariscos que me hacen soñar. En mi cocina deseo atravesar cada rincón de este bello país, descubrirlo en sus sabores, en sus olores. Recorrerlo en cada plato y brindarle mi sello personal. Ese que me identifique en cada paladar, que pruebe mis preparaciones; que siempre descubran a esta princesa de Ébano en cada bocado.